Romper la pecera
Por: Agustín Chenna
Necesitamos más audacia, que suena a algo más que simplemente tener coraje: es estar dispuesto no solo a hacer, sino a hacer lo que el tiempo social demanda. Y para eso, el primer paso necesario es romper la pecera.
A diferencia de otras religiones de la época, Jesús eligió doce discípulos -los famosos apóstoles- a los cuales les encomendó la tarea de predicar la palabra de Dios en todas las ciudades donde sean bien recibidos. A su vez, se promovió desde el cristianismo la conformación de nuevos predicadores que tomen en sus propias manos la tarea de evangelizar por todo el mundo conocido en ese tiempo.
Es así que, alrededor del año 50, se produce una disputa entre dos de estos predicadores: Pedro y Pablo (luego San Pedro y San Pablo). Cuando Pablo vuelve a la ciudad de Antioquia luego de haber evangelizado habitantes de distintas regiones no judías del antiguo Imperio Macedónico ocurre la primera gran discusión de la naciente Iglesia Católica. Hasta ese momento, podría decirse que el cristianismo se desarrollaba dentro de los márgenes ético-morales del judaísmo donde el apego legal al Antiguo Testamento era la condición que expresaba la subordinación de una persona a la palabra de Dios y, por lo tanto, la salvación.
Mientras que Pedro sostenía la postura de respetar las normas sagradas del Antiguo Testamento, Pablo se encontró con una disyuntiva: al visitar los pueblos helénicos y romanos, se dio cuenta que éstos pueblos rechazaban (y hasta prohibían) la circuncisión, elemento central del Pacto que Abraham hace con Dios y a través del cual este lo nombra “padre de muchas naciones”.
Escindiéndonos de la cuestión teológica el debate era -básicamente-, si había que reformularse para incorporar al conjunto y convencer por fuera del mundo conocido o sostenerse como una rama del judaísmo y evangelizar solo dentro de ese espectro. Finalmente ganó la postura de Pablo: circuncidados y no circuncidados fueron aceptados por igual en el cristianismo. No importaba de donde vinieran. Importaba su fe en Dios y su obrar consecuente con sus valores y principios. La rápida difusión del cristianismo en los años posteriores es historia conocida.
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Es así que, alrededor del año 50, se produce una disputa entre dos de estos predicadores: Pedro y Pablo (luego San Pedro y San Pablo). Cuando Pablo vuelve a la ciudad de Antioquia luego de haber evangelizado habitantes de distintas regiones no judías del antiguo Imperio Macedónico ocurre la primera gran discusión de la naciente Iglesia Católica. Hasta ese momento, podría decirse que el cristianismo se desarrollaba dentro de los márgenes ético-morales del judaísmo donde el apego legal al Antiguo Testamento era la condición que expresaba la subordinación de una persona a la palabra de Dios y, por lo tanto, la salvación.
Mientras que Pedro sostenía la postura de respetar las normas sagradas del Antiguo Testamento, Pablo se encontró con una disyuntiva: al visitar los pueblos helénicos y romanos, se dio cuenta que éstos pueblos rechazaban (y hasta prohibían) la circuncisión, elemento central del Pacto que Abraham hace con Dios y a través del cual este lo nombra “padre de muchas naciones”.
Escindiéndonos de la cuestión teológica el debate era -básicamente-, si había que reformularse para incorporar al conjunto y convencer por fuera del mundo conocido o sostenerse como una rama del judaísmo y evangelizar solo dentro de ese espectro. Finalmente ganó la postura de Pablo: circuncidados y no circuncidados fueron aceptados por igual en el cristianismo. No importaba de donde vinieran. Importaba su fe en Dios y su obrar consecuente con sus valores y principios. La rápida difusión del cristianismo en los años posteriores es historia conocida.
¿Les suena de algún lado esa discusión? Atrayéndola a la actualidad, donde el marketing reemplazó a la discusión ideológica, en la comunicación política muchas veces escuché el concepto de “pescar afuera de la pecera”. Si bien siempre me pareció errado, ahora cambié el porqué de ese error.
Durante mucho tiempo pensé que el error era la inentendible preocupación por querer salir a convencer a sectores ajenos, cuando la fuerza propia se encontraba disgregada, inconforme e -incluso- cada vez menos propia.
La victoria de Alberto Fernández, con una militancia encolumnada casi hegemónicamente al grito de “Alberto presidenta”, me hizo pensar que me había equivocado. Hoy creo que ni siquiera hay que discutir si se pesca primero afuera o adentro. Es una locura que hayamos actuado (y, por lo tanto, nos hayamos concebido) tanto tiempo como peces dentro de una pecera mientras que el pueblo se encontraba afuera. Porque consciente o inconscientemente nos replegamos cada vez más en nosotros mismos.
El resultado no podía ser más que el aislamiento sobre nuestra propia base, promoviendo una endogamia que nos llevaba a pensar la política para contención y crecimiento de una estructura militante, y no como eslabones en la construcción de un verdadero nacionalismo popular y revolucionario.
Confundimos el proyecto nacional con el proyecto partidario o de tal o cual candidato interno y de ahí fuimos derecho a confundir el sujeto político de la historia.
La transformación del movimiento popular de masas en un cúmulo de círculos dogmáticos y sectarios, volviendo a la historia de Pedro y Pablo, fue el punto exacto en el que el peronismo cedió al posibilismo y abandonó el sueño de la revolución.
Porque si tuvo un acierto particular, entre tantos, el Coronel Perón (hablando del Perón de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social), fue darse cuenta por donde estaba yendo la realidad y darle una voz a aquellos que hasta ese momento eran “el subsuelo de la Patria”.
También fue, en su contracara, la habilidad de dotar realmente al movimiento político de contenido popular, construyendo instancias de poder de la clase trabajadora y elevando a una masa gregaria a la categoría de pueblo. Entendió, como planteaba Jauretche, que “el Pueblo siempre acierta en las cosas de la Patria, aunque se equivoque en la pequeña técnica, en el detalle.”
Y si el pueblo siempre acierta en las cosas de la Patria, ¿qué es lo que hoy nos está queriendo decir? Probablemente que, en este momento, estamos caminando ya sobre el ocaso de la República liberal. Y que si de algo nos sirvió la mega sesión por la “Ley Ómnibus” en el Congreso fue para confirmar una vez más cuan imposibilitados están “nuestros representantes” de interpelar a un laburante, aún cuando lo que se está tratando es la destrucción de su posibilidad de futuro y la de sus hijos.
Hay que decirlo claramente: estamos en un serio problema. Tenemos tantas certezas del fracaso en el corto plazo del gobierno de Milei como dudas sobre cuál es el proceso político que pudiera reemplazarlo.
¿Qué horizonte le vamos a dar a gran parte de la clase trabajadora que votó a Milei por oposición cuando, decepcionada de sus medidas, levante la vista para empezar a evaluar qué es lo que se encuentra en la vereda de enfrente? ¿Qué representación vamos a generar para uno de cada cinco argentinos que ni siquiera se interesan en ir a votar?
Y la que nos incumbe más centralmente a nosotros: ¿Hasta cuándo vamos a seguir transitando cada proceso electoral con un candidato cada vez menos acorde a nuestro proyecto de país, solo sosteniendo el argumento de que “peor es lo que está enfrente”?
Éstas últimas tres preguntas no tienen una respuesta clara pero que, para nosotros, solo puede ir en un solo camino: el justicialismo, que se ordena en la soberanía política, la independencia económica y justicia social.
Para eso, ya tenemos algún grado de síntesis por la negativa (expresado ya por demás en las editoriales anteriores): este peronismo, representado por sus dirigencias, es muy difícil de votar y más aún de militar con convencimiento.
Sabemos qué no queremos ser pero sin tener muy en claro qué sí. También somos conscientes, más o menos, de nuestras deficiencias. Por un lado, porque el trabajo de esclarecimiento y formación sirve, pero nos encontramos ante una incapacidad de construir una fuerza política que sintetice el proceso de descontento existente y lo conduzca, lo vuelva orgánico. Por el otro, pero que es más o menos lo mismo, es porque somos hijos de un proceso político agotado. Y eso implica todo un desafío, asumir realmente la destrucción de viejas estructuras y la construcción de unas más acordes al momento histórico. La grandeza de la empresa tiende a paralizarnos.
Si venían a buscar soluciones acá, les pido disculpas. Tiendo a pensar que las respuestas a cuestiones tan complejas salen de un proceso mucho más colectivo que el que implica la escritura de los editoriales que, aunque sean un conjunto de pequeños robos de discusiones propias y ajenas, es insuficiente para ofrecer un planteo acabado.
Pero sí tenemos dos certezas: la primera es que no nos podemos doblegar ante la falta de perspectiva, sino que hay que reforzar la creencia de que somos sujetos de la historia y que esta vez nos toca a nosotros crearnos nuestro propio horizonte. Y la segunda es que no nos podemos aislar del proceso que se encuentra viviendo el Pueblo argentino. Que el deber de los cuadros políticos es extender la mano para sostener, poner la oreja para aprender y romperse la cabeza para crear.
Necesitamos más audacia, que suena a algo más que simplemente tener coraje: es estar dispuesto no solo a hacer, sino a hacer lo que el tiempo social demanda. Y para eso, el primer paso necesario es tener la decisión política de romper la pecera.
Volver al océano es la garantía de tener un poco más de certezas sobre el proceso de conciencia del pueblo al que queremos incorporar a construir un proyecto de poder. Y es, por lo tanto, el único remedio a esta crisis de representación que tenemos como Movimiento. Es ahora o nunca.
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