
COMUNIDAD
Fácilmente infiltrable
09 de Octubre de 2025
Por: Ludmila Chalón
Por curiosidad sociológica, por instinto periodístico y, obviamente, por puro morbo. Fui a ver La construcción del milagro.
Llegamos a las 15 hs, cuando comenzaban a retirarse los tickets, y la fila llegaba a dar la vuelta en la esquina. Las entradas escaseaban porque, para sorpresa de nadie y acorde al timing del evento, los organizadores priorizaban a los punteros, que bajaban a la gente desde los más de diez Chevalliers color cremita, obstaculizando junto a los hidrantes y los camiones celulares de la policía el tránsito de Avenida Corrientes. La gente que se había inscrito individualmente —como nosotros— no podía pasar.
Nos infiltramos entre la gente, compramos merchandising y, mientras nos armábamos de paciencia, nos íbamos preparando para el gran show. Finalmente, con el ticket en la mano, nos dispusimos a pasar la tarde entre militantes, un par de viejas, punteros, bombos y cohetes. Poco a poco, todos se iban uniformando: gorras y remeras regaladas, todos andaban de violeta. Se iba armando el circo, y lo que debía ser fervor era más bien histeria colectiva.
Se procedió al trago necesario para soportar este bodoque y seguir cultivando nuestras risas y la excursión antropológica. Me dediqué la siguiente hora a robarle a los punteros todo el merchandising que me gustaba, para llevármelo de souvenir. Con mis encantos de mujer, conseguí rápidamente uniforme, ¡con banderita y todo! Flameábamos el trapito, cantando “¡Libertad, libertad!” en un loop interminable.
La predominancia de varones, muy jóvenes y con cero roce social, me dio una clara ventaja competitiva para concretar mi cometido. Su gestualidad mostraba algo entre marginalidad y exceso de horas de encierro. Se veía que esos lazos sociales eran importantes para ellos, y que este tipo de reuniones les daba un diferencial que se percibía en esa euforia similar a la de una excursión escolar. Es fácil darse cuenta: esos chicos no fueron a ver un show; fueron a sentirse parte de algo. Y lo lograron. Raramente lo celebro.
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Esos chicos no fueron a ver un show; fueron a sentirse parte de algo.
Entramos al Arena y nos dirigimos a nuestros asientos. Un poco de relax, después de pasar por la cerca pseudo-militarizada que rodeaba la plaza y la entrada. El vodka me había soltado la lengua, y a los chiquillos de los asientos de al lado les saqué charla muy en personaje. Uno repetía mucho el término “vieja sucia” para hablar de Cristina, y me daba mucha risa.
Se coreaba el acotado y precario cancionero de “Las Fuerzas del Cielo”, que consistía principalmente en el tema de “saquen al pingüino del cajón” y luego en el loop de palabras de tres sílabas: “Li-bert-ad, Li-bert-ad” o “Pre-si-dente, Pre-si-dente”. Bastante limitado, por cierto.
Las luces se bajan y Milei aparece, escoltado por su guardia pretoriana. Atraviesa el público, que se abre a su paso como el Mar Rojo frente al milagro del ídolo del presidente, Moisés. Se veía en su rostro cómo su sueño de ser un rockstar tomaba cuerpo. Suena Demoliendo Hoteles, y luego Rock del Gato.
El rubio al lado mío, no mayor de veinte años, nos miró emocionado y dijo: “Es el mejor momento de mi vida.” Y se me rompió un poco el corazón.
Sorprende aún hoy lo basta que es la experiencia humana: cómo, en la misma fila, en el mismo show, en la misma Argentina, él puede estar viviendo su momento fan, y yo puedo estar presenciando el papelón más grande de la historia presidencial argentina.
Sin embargo, otro pensamiento me dispara una nueva reflexión: mi percepción de vergüenza institucional y patetismo no surge de mi condición de opositora o de mujer cínica. Cualquiera que tenga un mínimo de respeto por la investidura presidencial, por la actualidad del país, o por lo menos un poco de cariño por la estrategia política, no puede percibirlo de otra forma.
No es opinable sentir vergüenza ajena de ver a un muñeco sudado y desvencijado desafinando, acompañado por al menos dos diputados nacionales y otros miembros del poder, gastando una fortuna para cumplir su sueño de escuchar un aplauso que no provenga del sonido de un cachetazo de su siniestro y violento padre.
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El rubio al lado mío, no mayor de veinte años, nos miró emocionado y dijo: “Es el mejor momento de mi vida.” Y se me rompió un poco el corazón.
Pero, aunque yo me fui a reír por mi casi patológica fascinación por el horror y lo bizarro, había más de 14.000 personas que ahí no rieron, aplaudieron y corearon. Pienso en el pobrecito chico que ve eso y dice que es el mejor momento de su vida, y pienso en qué pocas alegrías compartidas seguramente habrá tenido antes. Pienso en todos los momentos que he vivido en mi vida —incluso antes de mi ideología o de mi respeto por la institucionalidad política— que no me permitirían ver este circo como el mejor momento de mi vida: los goles de mi equipo en la cancha, mi fiesta de egresados, los recitales de los Jonas Brothers, las fiestas familiares, los viajes compartidos con mis padres.
¿Habrá tenido mi compañero de al lado algo de eso? ¿Se habrá reído o coreado algo alguna vez con la gente? ¿Alguna vez se encontró siendo parte de algo más? No lo sé. Pero sobradas pruebas nos muestran que el presidente, por ejemplo, no.
Me sonrió la ironía de ver que, incluso estos promotores obtusos del individualismo, al final, se hacen pis encima cuando la experiencia colectiva o la validación masiva los encuentra. Al final del día, no hay militancia del comportamiento neoliberal que te ausente de la condición humana más elemental: nuestra existencia solo tiene sentido a través de los otros.
El show se estaba terminando y ya habíamos acordado irnos cuando subió Agustín Laje a hablar. Debo decir que lo viví eufóricamente, aunque, cuando terminó, me pegó el bajón. No por ellos, sino por todos nosotros. Para mí, la pregunta ya no es por qué están ahí, sino por qué, como argentinos y como personas, no encontraron otro lugar donde estar.
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Al final del día, nuestra existencia solo tiene sentido a través de los otros.
Todos, propios, ajenos, medios, intelectuales, frívolos… espectadores por voluntad o por absolutismo informativo de algo tan patético y de mal gusto. Sentí todo el tiempo la experiencia del surrealismo más desconectado de la realidad, como si, en un funeral de un ser querido, entrara un tipo a bailar “El Meneadito”
De este karaoke delirante, que espero haya sido gira de despedida y que no dure tanto como la de Los Chalchaleros, me llevo, además de todo el merchandising violeta y muchas risas, un sabor amargo.
El presidente está mal; no hace falta ser profesional de la salud mental para verlo. Tiene problemas de ubicación, de lenguaje, de percepción del entorno y de la realidad; es inasequible y pone en ridículo todos los días su cargo y nuestra Argentina. Me pregunto si esta experiencia del horror nos bastará para darnos cuenta de que la soledad y la infelicidad son temas absolutamente políticos que debemos abordar como prevención de estas vergüenzas destructivas.
Ahí, por delante, tendremos muchos que rescatar, no con soberbia, sino con ternura. Combatiendo la lógica del rencor y la disociación como la única forma de pertenecer. Recordaba a Carrió en la entrevista con Rebord, diciendo que hay que dejar de votar a gente que fue muy infeliz en su infancia. Pagamos con Milei y sus labobos un vuelto carísimo de jóvenes y adultos rotos que terminaron cayendo en la revolución más vacía y estéril, y todo ese enojo que los habita seguirá cocinándose en su interior.
Esto no es el fin de la Argentina, ni de la política. Y aunque ayer sentí vergüenza y tristeza, también sentí la tranquilidad de saber que mañana nos tocará escribir un capítulo que deje atrás toda esta instancia maniquea. Hoy, 24 horas después del shock, puedo decir que, al fin y al cabo, la pasé bien. Después de todo, siempre me entretuvo mucho ir al zoológico.

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