
COMUNIDAD
Infancias postergadas:
el olvido estructural del futuro
Por: Ludmila Chalón
Es imposible hablar de amor y respeto a la Patria si nos desentendemos sistemáticamente de quienes la constituyen en su forma más indefensa.
Esta semana volvimos a ver, en todos los canales y portales, cómo las infancias son utilizadas una vez más —como tantas veces antes— como pantalla para disputas mediáticas, como objeto de escándalo pasajero, como caso emblemático que se consume rápido y se olvida aún más rápido.
Esta nota es, entonces, una invitación a mirar con profundidad y a construir un sentir de compromiso para pensar qué significa, verdaderamente, cuidar a nuestros niños. El abuso sexual infantil y la pedofilia son temas que circulan en la opinión pública como una pelotita de ping-pong entre operaciones mediáticas, internas de los servicios y operadores, para luego ser archivados nuevamente en el olvido social.
Mientras el tema se apaga de las pantallas una vez finalizada la operación o cuando ya no rinde para la audiencia, las cifras que sobrevuelan la integridad de los niños argentinos son estas: una de cada cinco niñas y uno de cada trece niños son víctimas de abuso sexual antes de los 18 años, según datos de la Organización Mundial de la Salud, difundidos en Argentina por UNICEF y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos en 2020. La mayoría de estos casos —alrededor del 80%— se da en el ámbito intrafamiliar.
El abuso es el horror más brutal, pero en la Argentina de hoy, ser niño es, además, para millones, sinónimo de vulnerabilidad estructural. Según los datos más recientes, el 66% de los menores de 14 años vive por debajo de la línea de pobreza, y más del 11% lo hace en condiciones de indigencia. Esta situación se agrava aún más en los hogares monoparentales —que representan aproximadamente el 15% del total en el país— donde las dificultades económicas y de cuidado recaen exclusivamente sobre un solo adulto, en su gran mayoría mujeres.
En ese contexto, la alimentación deja de ser un derecho garantizado: se estima que más de un millón de niños se acuestan cada noche sin haber ingerido una comida completa o adecuada. La inseguridad alimentaria, combinada con la pobreza y la falta de acompañamiento integral, no solo daña inmensamente el presente de cada uno de esos chicos, sino que compromete el futuro colectivo.
¿Cómo puede ser que una sociedad que produce alimentos para 400 millones de personas vea pasar, generación tras generación, el hambre, el abandono, la precariedad habitacional y la desnutrición infantil como parte de una misma matriz de exclusión? Esa que se profundiza día a día sin políticas firmes de contención, asistencia y desarrollo integral.
Los números impactan, pero los rostros detrás desesperan. El silencio, la indiferencia y el olvido que rodean estas cifras —que muchos hemos escuchado antes— son el síntoma brutal de una estructura que ha renunciado colectivamente a proteger lo más esencial: la niñez. Es el síntoma de una sociedad que ha dejado de pensar estratégicamente en su futuro.
Hablar de infancias no es hablar de una categoría social más: es señalar el corazón mismo de cualquier proyecto de Nación. Allí donde un niño es violentado, ignorado o empobrecido, la Patria se agrieta. Y allí donde se lo ampara, comienza a sanar.
La honestidad intelectual se ausenta cuando desde la política se habla de construir un “futuro próspero” o una “sociedad mejor” mientras se desatiende sistemáticamente a quienes la habrán de habitar. No se puede soñar con progreso mientras los cimientos del mañana se construyen con el hambre, el abandono escolar y la ausencia de políticas públicas sostenidas que garanticen derechos básicos desde la cuna.
El deterioro de las condiciones materiales de vida para las infancias en vastos sectores del país es incompatible con cualquier horizonte de prosperidad real. El desentendimiento del Estado en pensar y acompañar la crianza y la formación de sus futuros ciudadanos es, en definitiva, abandonar el destino del país.
La foto del Estado que introduce el debate del homeschooling teniendo sobre la mesa los alarmantes datos de abuso intrafamiliar, mientras desfinancia la educación y desarticula los pocos medios disponibles para dotar a los niños de herramientas y espacios de denuncia, es la imagen de un lobo en un gallinero.
Una estructura nacional que ofrece el doble de recompensa por datos sobre quienes marchan los miércoles con los jubilados que por información sobre el paradero de un niño como Loan, que lleva casi un año desaparecido, es el retrato más crudo del lugar que ocupa hoy la desesperante situación de un menor ausente frente al fogoneo de la “batalla cultural”.

El gobierno de Milei, fiel a su lógica entreguista y deshumanizante, ha optado por golpear en los extremos vitales de nuestra sociedad: castiga a los jubilados, erosionando la memoria viva de la Patria, y condena a los niños, negando la posibilidad de un futuro digno. Así se mutila día a día al cuerpo social, dejándolo sin pies que caminen ni cabeza que abrace su historia. Una Nación sin pasado ni porvenir, reducida a una gestión despiadada del presente.
Frente a esta realidad lacerante, la pregunta que nos interpela es inevitable: ¿cuál es el diferencial que el proyecto nacional justicialista antepone a semejante afrenta? ¿Cómo se reconstruye una Patria que ha dejado de proteger a sus hijos?
El peronismo, desde sus orígenes, comprendió con claridad el rol estratégico de la infancia. “Los únicos privilegiados son los niños” no fue una consigna vacía: fue una política de Estado. La Fundación Eva Perón, las colonias de vacaciones, los hospitales infantiles, los hogares-escuela y la universalización de la educación y el cuidado eran expresiones concretas de un modelo que entendía que un país se construye desde abajo. Y ese “abajo” empieza, lógicamente, por los más pequeños.
En contraste, en las últimas décadas, la única política de asistencia directa a la niñez que marcó un antes y un después fue la Asignación Universal por Hijo. Una herramienta valiosa, sin duda, pero a todas luces insuficiente. Si bien la AUH estaba acompañada por algunos requisitos de seguimiento de la situación y la crianza de los niños, lo que sobrevuela esta medida es una lógica donde el Estado otorga un beneficio que ayuda a las familias, pero sin la decisión de accionar activamente, de forma colectiva e igualitaria, sobre la construcción de nuestros ciudadanos en formación. Ante el océano de urgencias que atraviesan millones de niños en nuestro país, una transferencia monetaria tiene sabor a poco frente a la disgregación de los entornos públicos y privados que debieran garantizarles cuidado y oportunidades.
En tiempos de Semana Santa, donde millones personas alrededor del mundo se acercan a la reflexión espiritual, resulta oportuno volver hacia un mensaje que trasciende credos: el llamado a proteger a los más indefenso, no por dogma, sino porque en una tradición humanista que nutre el mensaje de Jesús, también nace parte fundamental de nuestra doctrina política.
En el evangelio de San Marcos (9:33-37), Jesús realiza un gesto tan simple como profundo: toma a un niño, lo coloca en medio del grupo y lo abraza. Esta escena sucede justo después de que sus discípulos discutieran entre ellos sobre quién era el más importante. Ante esa lógica del ego, del mérito y la jerarquía, tal cual habitan las discusiones que vemos hoy, por ejemplo, en la política electoral argentina, Jesús responde con un acto que cambia el foco de forma radical: pone al más pequeño que se encontraba allí en el centro y dice: “El que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí, sino al que me envió”.
En un proyecto político como el nuestro, que se nutre de la doctrina social de la Iglesia, estas palabras resuenan como mandato y como símbolo. Recibir a los niños en los brazos de la sociedad y del Estado no es solo un gesto de ternura: es un acto de justicia trascendente que habita el presente y proyecta el futuro.
Abrazar a Dios, en clave terrenal, es abrazar a la Patria. Amparar a un niño es custodiar la raíz más pura de lo nacional. Es cuidar el porvenir en su forma más frágil y a la vez más poderosa. Allí donde un niño es protegido, la Patria encuentra refugio y se vuelve posible.
La infancia, entonces, no puede ser pensada como una etapa de espera, como un preámbulo irrelevante de la ciudadanía por la ausencia de voto o de responsabilidades legales. Los niños son hoy sujetos de derecho en estado de indefensión. Eso no los convierte en menos ciudadanos, sino en una responsabilidad mayor para el Estado. La infancia es un bien superior de la Patria, porque en ella se juega la calidad humana y política del país que seremos.
Por eso, dar el salto desde el proyecto nacional es comenzar a pensar que, en lo que a infancias se refiere, solo “asistir” a los niños es una limosna sin visión. Incluir en nuestras políticas públicas a los únicos y verdaderos dueños del futuro implica decidir, de una vez por todas, si queremos mejorar integralmente el presente para garantizar el mañana. Los cimientos de este proyecto tienen nombre, rostro y urgencia: nuestros niños.
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