
COMUNIDAD
El día después de Francisco:
Cuando el pasado susurra al futuro.
Por: Julián Gluzman [Cronista especializado en filosofía y teología]
Cuatro máximas dejó Francisco a lo largo de su papado, y hoy, a días de su muerte, sirven no solo para arrojar luz sobre su obra como pontífice, sino también para expresar valores que se encarnan en lo más profundo de nuestras raíces: el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; y el todo es superior a la parte.
Êthos es la denominación griega para lo que hoy llamaríamos carácter: aquello por lo que algo se diferencia de otra cosa, lo que delimita la identidad de un ente. Y en el êthos de aquellas máximas que supieron orientar a Francisco, podemos ver con facilidad la raíz de lo argentino.
Lejos de tratarse de una apropiación del máximo líder espiritual del catolicismo, se trata de comprender la manera en la que se entrelazan el conductor y su tierra. El tiempo como superador del espacio evidencia la flaqueza con la que universos que apelan a la administración —o revolución— de lo público, como nuestra clase dirigencial, han perdido la capacidad de proyectar más allá de lo que la inmediatez dictamina, generando una política ensimismada y ciega para con los intereses trascendentales del pueblo que dice representar.
Desde la humildad de quien entiende su existencia como parte de un proyecto superior al espacio, Francisco cultivó un proceso —dentro y fuera de la estructura clerical— menos preocupado por su persona que por la trascendencia de valores cercanos al humanismo propio de su nación, aquella que supo recibir inmigrantes de distintas nacionalidades e integrarlas bajo el manto de una nación que se enaltece ya no por lo que excluye, sino por lo que adopta y encauza en el proyecto para el bien común.
Hacer prevalecer la unidad por sobre el conflicto puede parecer una imposibilidad en un mundo con un cuerpo social desgastado, donde la más mínima fricción parece invitar a las últimas consecuencias del conflicto. En un clima bélico, con tensiones que atraviesan desde Medio Oriente hasta Eurasia, Francisco bregó por la traducción material de esta máxima, dando incansables gritos de unión en un mundo que, a contramano, parecía encaminarse a una exacerbación del conflicto como respuesta política. Localmente, se ha visto una dialéctica en sintonía con este ánimo: rompiéndose el diálogo no solo entre la política, sino entre argentinos, olvidando que la patria —patrimonio común— es una fuerza de unidad histórica anterior a cualquier consideración partidaria.
Queda implícito que para el pontífice ninguna filosofía puede valer como pieza de museo para el cuidado de unos pocos. La realidad debe ser más que la idea, y su legado expresado en su acción de compromiso con los dolores sociales no hace más que reflejar los principios filosóficos puestos al servicio del proyecto de encaminar lo natural al bien común, concepto indisociable de la tan citada Doctrina Social de la Iglesia.
Al poco tiempo del desconcierto y la orfandad generada por su pérdida, ocurrió un milagro: cumplida fue su cuarta máxima. En un mundo atomizado y mirado de reojo por quienes lo habitan, la unidad se encarnó —al menos por un instante—, y ciudadanos de todos los credos y doctrinas: católicos, judíos, musulmanes, ateos, agnósticos, liberales, marxistas y justicialistas, se vieron convocados por un hombre que, con profunda humildad, recordó la raíz común en un país que, en su diferencia, se une en su ansia por un porvenir fructífero para las generaciones venideras.
El papado de Francisco dejó en evidencia la concepción griega sobre el saber: aprender es recordar, y los argentinos pudimos recordar para, nuevamente, parecernos a nosotros mismos.
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