
EDITORIAL
Esperanza
Por: Agustín Chenna
Repensar el diálogo entre religión y política. Tomar las palabras de Francisco, hacerlas carne y salir a la cancha.
Pasaron ya varios días de que se nos murió Francisco. Si. Se nos murió. Justo cuando empezábamos a entender como sociedad las implicancias de tener uno nuestro universalizando el mensaje de la patria rebelde y mestiza. Lo que digo no es (solo) chauvinismo argentino, sino entendimiento de las profundas implicancias que tiene el ser argentino y de su capacidad única para construir en las diferencias. Alguien que cuenta en una biografía que no tiene ningún tipo de dificultad para relacionarse con otras religiones porque se acostumbró de chico a jugar al fútbol con “los turcos” o salir de paseo con “rusos” solo podía ser de este suelo.
¿De donde iba a salir un Papa que cuenta que su primer contacto formativo con la política fue una docente suya del Partido Comunista, que lo hacía enojar porque “los comunistas le habían robado la representación de los pobres al cristianismo” y que hoy es uno de los tantos nombres que integra la lista de las muertas en los vuelos de la muerte? ¿Quién iba a devolver la Iglesia a los pobres, sino un Papa que cuenta que su primer “recuerdo político” fue tirarle un sifonazo de soda al tío, un rico empresario, por insultar a Eva Perón?
Y con esto no intento subirme a la ola de apropiación de Francisco para la causa del peronismo. Tuvimos un coterráneo que fue algo más: un hombre de la humanidad entera, que volvió a conectar a la Iglesia Católica con todos los credos y, centralmente, con los suyos, los excluidos.
Si hablo de Francisco es porque él pidió, constantemente, repensar el diálogo entre religión y política, “la buena política”. Y porque creo, también, que con su muerte ahora sí nos quedamos sin referentes. Es muy triste, sí. Pero también es una gran responsabilidad. Honrar su legado es tomar sus palabras, hacerlas carne y salir a la cancha. Actuando y tratando de aportar nuestro granito a esta dura realidad. Acá va mi intento, con todo lo que pasó durante estos días y con la lectura encima de (se los recomiendo) “Esperanza”, su autobiografía que es, en esencia, su último regalo doctrinario.
La Iglesia de los pecadores
Todos los evangelios coinciden en que, viendo a Jesús como una amenaza, los fariseos intentan varias veces hacerlo “pisar el palito” en público, forzando un error que les permita acusarlo ante las autoridades romanas y así obtener su muerte. En el Evangelio de Juan, por ejemplo, se narra el hecho de donde se desprende el famoso “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”.
Resulta que los fariseos habían encontrado a una mujer en adulterio (hecho condenable con la muerte, en tanto amenazaba directamente el núcleo principal de la endeble organización social del desierto, la familia) y le consultan qué es lo que se debe hacer con ella. Y en su respuesta se haya el núcleo de la pelea que atraviesa toda su historia: no reniega del pecado, no dice que no merece el castigo, pero sí invita a que primero revisen todos los presentes si están ellos aptos para ser quienes puedan decidir sobre la vida y la muerte de una pecadora. Uno a uno, los acusadores van saliendo de escena hasta que quedan solo Jesús y la mujer:
– Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
– Ninguno, Señor.
– Ni yo te condeno. Vete y no peques más.
Un cura amigo me dijo hace poco que creía que ese debe haber sido el momento en el que decidieron que había que matar a Jesús. El hecho del adulterio se transformó en algo minúsculo al lado de lo que estaba pasando. Un tipo había venido a dar vuelta la concepción religiosa. A subvertir el orden establecido. A sacar a Dios del centro y a poner en ese lugar, en cambio, a su creación, los seres humanos. A reemplazar la primacía de la obediencia a ley ante los ojos de Dios por la mirada en cuanto a nuestra relación con los otros.
Hay circulando un video muy tierno de Francisco, en el que un nene se le acerca a preguntarle si su padre, quien murió ateo, pero que era un buen hombre y bautizó a sus hijos, podía estar en el cielo. Francisco dice “¿Pensas que Dios sería capaz de dejarlo lejos de él? ¿Dios abandona a sus hijos cuando son buenos? Aquí está la respuesta Emanuele. Dios seguramente estaba orgulloso de tu papá”. El mismo Francisco, que se cansó de decir que “esta es la Iglesia de los pecadores”. Porque, al fin y al cabo, Jesús no vino a ser vigilante de los comportamientos ajenos sino a proponerles otra forma de vida sea cual sea su pasado.
Esa misma concepción es la que hace del cristianismo un movimiento de la duda y no de la respuesta. Si no somos quien para juzgar, tampoco somos quien para cerrar de forma definitiva una pregunta en nuestra respuesta. En su libro “Esperanza”, dice: “Si alguien tiene la respuesta a todas las preguntas, esa es la prueba de que Dios no está con él. Significa que es un falso profeta, que instrumentaliza la religión, que la utiliza para sí mismo. Los grandes guías del pueblo de Dios, como Moisés, siempre han dejado espacio para la duda”.
Creo que la fe es, justamente, todo lo contrario a la certeza racional. Nos exige creer sin ver. Es más parecido a una guía que nos permita seguir a pesar de las dudas que a no dudar ni un segundo de todo. Es algo que es válido para todos los ámbitos. Sus detractores, los fariseos, aquellos rígidos guardianes de la ley que se encargaban de juzgar a sus incumplidores, no son patrimonio único de un momento histórico o de un credo religioso. Los hay por todos lados, incluso en la política.
Francisco nos advirtió de los fariseos católicos de esta época. De aquellos “infiltrados”, como él mismo llamaba, que se encargaban de discernir la expulsión de determinados hijos e hijas de Dios por sus preferencias sexuales (¿No dijo Jesús “Ni yo te condeno”?). Una parte de reivindicar su tarea es poder advertir cuáles son los fariseísmos de hoy. Y digo fariseísmos, y no fariseos, porque todos corremos el peligro de convertirnos rápidamente en aquellos que tienen mucha capacidad de encontrar siempre la paja en el ojo ajeno pero nunca en el propio. La duda es un elemento completamente antisistema en una actualidad de verdades reveladas y falsos profetas.

Un fariseísmo que proponemos erradicar es el del peronómetro que viene de la mano de la ideología, que mide procedencias, liturgia y estéticas buscando anular cualquier discurso que no se corresponda con lo “correcto” en términos peronistas, anulando cualquier posibilidad de futuro por fuera de los cánones conocidos. Un peronismo de museo, intacto en el tiempo, rígido y, por lo tanto, completamente inerte.
Es hasta casi natural que, ante una realidad que nos muestra una política en constante decadencia, la contrapropuesta sea el eterno retorno de la “tradición” como añoranza de los “viejos buenos años” que nunca fueron, en realidad, tan buenos. No está mal volver sobre la tradición, siempre que no sea (en palabras de Bruno Rodriguez ) “como dogma ni como romanticismo, sino como acumulación de saberes, prácticas, límites y símbolos que sostuvieron a las comunidades antes de que existieran las nuevas falopas de bienestar emocional”. Pero siempre, la regla general, tiene que ser poder ver asentarse sobre el pasado para saltar hacia el futuro. “La ruptura total con la tradición no te libera: te deja sin piso” .
Esperanza
¿Qué hacer, entonces, cuando todo lo que vemos nos confirma a cada paso que la decadencia no tiene fin y el desastre social está frente a nuestras narices? Ante eso Francisco responde: Esperanza.
La vida conlleva inevitablemente amarguras, forman parte de todo camino de esperanza y de conversión. Pero hay que evitar a toda costa hundirse en la melancolía, permitir que anide en nuestros corazones y los endurezca. Hay una cierta tristeza que se convierte en el “placer del no placer” y que se deleita en el dolor pertinaz. También existe una especie de seducción de la desesperanza muy presente en la masoquista conciencia contemporánea.
El punto nodal de la esperanza es cuando ya no vemos nada. Es un momento decisivo: creo o no creo. Y coincide con los momentos de las derrotas. Porque esperanza hay realmente cuando todos los lugares en los que hacíamos base ya no quedan en pie y, ante el abismo, decidimos tener fe y confiar.
La esperanza es un ancla. Es la virtud humilde y fuerte que nos mantiene a flote y evita que nos ahoguemos en las muchas dificultades de la existencia. La esperanza no es superficialidad ni un placebo para bobalicones, y menos aún un eslogan conformista, si no la fuerza para vivir en el presente con valor y capacidad de mirar al futuro.
Debo admitirlo: la realidad social me tiene bastante preocupado. He discutido sobre este punto con Carlos, un antiguo compañero del Movimiento Peronista que ahora vive en Neuquén, sobre mi sensación de la imposibilidad de alcanzar la “Comunidad Organizada” dado que no solo no veo comunidad, sino que cada vez me cuesta ver más un pueblo o hasta una sociedad. Me preocupa el deterioro de las relaciones más básicas de respeto que, luego de la pandemia, no dejan de desaparecer en cada paso. Me preocupa que los barrios donde empecé a militar hace diez años, con mucho menos “calle” que ahora, hoy sean un territorio casi imposible de caminar para cualquiera. Carlos, naturalmente, es más sabio: confía, el pueblo y la comunidad están ahí.
El paso siguiente a decir que no hay salida es, paradójicamente, abonar a la no salida, construir nuestros propios muros y hacerlo efectivamente cierto. Una especie de profecía autocumplida. El “placer del no placer” que menciona Francisco. En esa charla Carlos me enseñó qué es la fe y la esperanza. “Porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron”. El pueblo siempre está y actúa de maneras que se nos escapan, subrepticiamente, en voz baja, con pequeños gestos.
Conté muchas veces que me críe políticamente con Montoneros. Siempre recuerdo que, hace ya varios años, uno me contaba qué les había pasado cuando vieron a Kirchner en la ex ESMA pedir perdón en nombre del Estado Nacional por los crímenes de la última dictadura. Me decía algo así como “Nosotros seguimos militando después de la dictadura porque era nuestra vida. A pesar de los desaparecidos, del gobierno de Alfonsín, de la entrega de Menem. Pero ninguno creía realmente que antes de morir íbamos a ver a un Presidente hacer las cosas por las que habíamos luchado. Cuando lo escuchábamos no lo podíamos creer”.

Esa generación sí que la tuvo jodida desde donde se lo mire. Muchos de sus compañeros muertos y, de los que habían sobrevivido, otro tanto corrompidos hasta la médula tomando champagne con los mismos que habían dado la orden del exterminio. Pero ahí siguieron.
Quizás haya un modo de hacer historia menos grandilocuente. Un modo de hacer historia en el que la trascendencia individual nos quede trunca, y nuestra memoria quede extinta con la gente que nos conoció en el día a día y alguito más ¿No es eso, en definitiva, la historia de los pueblos? Mitre nos dijo que la historia era la historia de los grandes hombres. Nosotros, que le agradecemos mucho a San Martín, pero que sabemos que sin los negros y mulatos que hicieron posible el cruce de la Cordillera de los Andes hoy nadie se acordaría de su persona. El estaría de acuerdo:
“Un día se sabrá que esta Patria fue liberada por los pobres, nuestros indios y los negros, que ya no volverán a ser esclavos”
Un poco a modo de homenaje y agradecimiento y otro poco porque mis capacidades se ven inevitablemente superadas, le doy a Francisco el cierre de este artículo:
“Para los cristianos el futuro tiene nombre y es esperanza. La esperanza es la virtud de un corazón que no se encierra en la oscuridad, que no se estanca en el pasado, que no va tirando en el presente, sino que sabe mirar el mañana con lucidez. Inquietos y alegres: así tenemos que ser nosotros, los cristianos […] Yo soy solo un paso.”
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