Cuando la tristeza es estrategia: política, algoritmo y fe en los márgenes

COYUNTURA

Cuando la tristeza es estrategia:
política, algoritmo y fe en los márgenes

Por: Florencia Lizaraso

Florencia Lizaraso se define como: educadora, catequista, militante de a pie, peronista del conurbano y licenciada en arte. Reflexiona sobre la tristeza como dispositivo de poder y la esperanza como construcción política. Desde el barro, la fe y la organización, escribe contra el cinismo y la indiferencia, y a favor de una política que vuelva a abrazar al pueblo.

Escribo desde el margen, desde la certeza de que no alcanza con resistir: hay que reconstruir una política que abrace, que escuche, que actúe.


La tristeza que no se llora: una emoción organizada desde el poder

Cuando la tristeza deja de ser una emoción individual y se convierte en una estrategia de poder, pensar en comunidad, en cuerpo y en esperanza se vuelve un acto profundamente político. En esta columna escribo desde el margen, desde la certeza de que no alcanza con resistir: hay que reconstruir una política que abrace, que escuche, que actúe.

Hay una tristeza que no se llora ni se dice, pero se respira. No nace de una pérdida concreta, sino de un entramado que nos quiere solos, desconectados, cansados. No es melancolía individual: es una política de desmovilización.

La sentimos cuando no hay a quién acudir, cuando el algoritmo nos responde antes que una voz amiga, cuando soñar en colectivo parece un lujo antiguo. Y sin embargo (como dijo Francisco) el futuro tiene nombre, y ese nombre es esperanza.

No hablo de una esperanza ingenua ni marketinera. Hablo de la que se planta aunque no vea nada. La que nace en los comedores, las escuelas públicas, las ferias, las catequesis donde todavía se habla de justicia. Esa esperanza que se construye con barro, como los cimientos de nuestras casas.

¿Qué puede un cuerpo? Resistencias cotidianas, memorias vivas

Cada vez que pienso en mis abuelos, en mi madre, en mis tíos en los años 80, veo el quiebre. La privatización del ferrocarril, la huelga, las ollas, la desocupación. Las mujeres saliendo a limpiar casas, a vender pan, a vender kerosene. Y yo, ahí, creciendo con ellas. En medio del derrumbe, algo resistía. No era solo orgullo. Era cuerpo. Era presencia.

¿Qué puede un cuerpo? Esa pregunta, que Spinoza formuló y que Mark Fisher retomó, resuena fuerte cuando se viene de una casa donde lo poco se multiplica para compartirlo. Cuando se es hija de una generación que vio cómo el Estado se retiraba, pero la comunidad no. Porque lo que puede un cuerpo, cuando se organiza, cuando ama, cuando lucha, no está dicho de antemano.

Soy de los 90. De una época de vacíos, pero también de aguante. Donde el deseo no era mercancía, y los encuentros reales ocurrían entre guitarras, militancia de pasillo y poco sueño. Las Madres de Plaza de Mayo eran, son y serán constancia. Historia que no se entrega.

Sara Ahmed dice que los cuerpos que sostienen tristeza también hacen trabajo político. Sentir no es algo privado: es una forma de leer y resistir al mundo. No lloramos porque sí: lloramos porque vemos. Porque no nos resignamos. Porque nos seguimos conmoviendo.

Y por eso la tristeza organizada es peligrosa: porque quiere volver natural la indiferencia. Quiere convencernos de que «esto es lo que hay». Que desear otra cosa es infantil. Que el cuerpo no actúe, no abrace, no cocine, no cante, no enseñe, no milite.

Hoy nos venden un futuro sin cuerpo. Un futuro encapsulado en códigos QR, en discursos de éxito individual y solitario. Ofrecen «salir adelante» como si fuera una promesa en cuotas: rápido, sin memoria, sin nadie al lado.

Las nuevas derechas entendieron el malestar, pero no para sanarlo: para mercantilizarlo. Lo empaquetan con palabras como «libertad» o «mérito», y lo venden por Mercado Pago. Te dicen que el Estado es el enemigo, pero usan la Cuenta DNI. Critican los planes, pero no devuelven el IFE. Odian lo público, pero estudian gratis. Se burlan de la conciencia de clase, pero le temen al sindicato.Y entre tanta contradicción, se impone una idea: que no hay salida. Que nadie representa. Que es mejor salvarse solo. Y así cala la tristeza como anestesia. Como cinismo. Como un «ya fue» que paraliza más que cualquier represión.

En ese clima crecen los influencers reaccionarios, los «Adornis» de oferta. Tipos disfrazados de intelectuales que citan autores que no leyeron y se dedican a inventar enemigos: planeros, feministas, inmigrantes, docentes. Para ocultar lo verdadero: que su modelo de país solo funciona sin pueblo, sin derechos y sin historia. Pero algo se les escapa. Porque mientras ellos gritan, el pueblo resiste en voz baja. Mientras venden marcas, nosotras armamos ferias. Mientras apuestan a la competencia, seguimos creyendo en el pan compartido. Y en eso, aunque parezca menor, hay política. Hay cuerpo. Hay organización.

Algoritmos y soledad: cómo se programan los vínculos

Las redes, los medios, los algoritmos: todos operan sobre nuestras emociones. Individualizan el sufrimiento, estetizan el fracaso, venden felicidad como pertenencia digital. Likes por reconocimiento. Filtros por identidad. En ese esquema no hay pueblo: hay perfil. No hay comunidad: hay contenido. No hay lucha: hay branding.

Ese mismo vaciamiento de lo común también atraviesa otros territorios fundamentales, como la escuela. Porque cuando lo que se educa es el aislamiento, el resultado no es libertad, sino soledad. Y una sociedad sin vínculos profundos, sin lenguaje compartido, es una sociedad donde la tristeza se organiza más fácilmente.

Cuando la escuela no habla: saber, exclusión y esperanza

Y la escuela, muchas veces, no aparece como refugio ni como posibilidad. La educación transformadora que pensaba Freire se convierte en dique de contención. A veces abriga, sí. Pero pocas veces sacude. ¿Dónde están los espacios donde se puede nombrar el dolor, pensar lo colectivo, discutir el presente? “Educar es un acto de amor, y por tanto, de valor”, decía Freire. Pero también que la educación no cambia el mundo: cambia a quienes van a cambiar el mundo. ¿Qué tipo de personas formamos en un sistema que no habilita la pregunta?

Soy docente desde los 20. Aunque hoy no esté en un aula formal, sé que todo es aula. La calle, la feria, la plaza. Pero también sé que el aula perdió el peso simbólico que tenía cuando intentaba formar ciudadanía. Pienso en esa frase histórica de Perón: “se llenó la universidad de hijos de obreros”. No fue una metáfora: fue una decisión política concreta. Un país que amplió derechos, que entendió que la justicia social no es completa si el saber está reservado para unos pocos. Eso también es doctrina: que los hijos del pueblo accedan al conocimiento como derecho, como herramienta de dignidad, como horizonte colectivo.

Hoy ni eso. ¿Qué propone este Estado a las juventudes, además de obediencia o indiferencia? La respuesta está en cada pibe que dice: “yo acá no aprendo nada”. Y tiene razón: muchas veces la escuela no le habla. A él, a ella, a nadie.

Pero no todo está perdido. A veces, entre el barro, una catequista arma talleres con canciones. Una profe propone leer El Eternauta para pensar la intemperie. Una auxiliar sirve la merienda como quien da un abrazo. Y ahí, otra vez, hay cuerpo. Hay educación. Hay política.

Así como Francisco propuso una Iglesia en salida, cercana al pueblo, necesitamos una política que salga del encierro. Una política con doctrina, sí. Pero una doctrina que abrace, que convoque, que no expulse.

Doctrina no es eslogan: el peronismo como programa vivo

Esa doctrina existe. Se llama peronismo. No como nostalgia, sino como programa. Un proyecto de país basado en tierra, techo y trabajo. Pan compartido. Empleo real. Justicia social como principio, no como eslogan. Todo eso está escrito. Hay que volver a leerlo. Pero sobre todo: hay que animarse a llevarlo al presente. A organizarlo.

Porque es ahí donde se define la diferencia entre sostener una doctrina viva o vaciarla de contenido. Entre abrazar el pueblo real o repetirse en consignas que ya no interpelan. Esa doctrina no puede ser solo enunciada: debe encarnarse frente a quienes nos quieren convencidos de que lo común ya no tiene sentido.

Lo fácil es repetir consignas de odio. Lo difícil es construir comunidad. Apostar a lo común cuando nos quieren convencidos de que no vale la pena.

Francisco, la periferia y los abrazos que no cotizan

Francisco lo dijo: «la esperanza no defrauda». Y también: «el todo es superior a las partes». Nuestra tarea es componer una esperanza que no sea placebo, sino voluntad organizada. Recuperar una política que le hable al corazón del pueblo sin infantilizarlo ni traicionarlo. Porque cuando la tristeza se vuelve consigna, nuestra trinchera es otra: la de la esperanza activa. La del cuerpo colectivo. La del trabajo que dignifica. La de los abrazos que no cotizan, pero sostienen.

Militar la esperanza: lo común como horizonte transformador

Hoy el escenario invita a ser parte. A construir las mayorías necesarias. Porque, con lo vivido, sabemos que el caldo de cultivo ideal para lo que está pasando hoy lo cocinamos entre todxs. Y sabemos también que el pueblo no puede soportar una reelección de Milei. La catástrofe no espera. Y el hambre tampoco. A esa tristeza organizada: militancia.

Francisco también nos propuso cambiar la dirección de la mirada: no mirar desde el centro hacia la periferia, sino desde la periferia hacia el centro. Porque, como él dijo, “las cosas se ven mejor desde los márgenes”.

Eso que para las derechas es desecho, para el pueblo es raíz. Lo que Milei llama “zona de sacrificio”, Francisco lo nombra fuente de dignidad y verdad. Ellos construyen un centro que excluye. Nosotros creemos en una periferia que organiza. En su centro hay mercado, algoritmo y cinismo. En nuestra periferia, hay pan, abrazo y doctrina.

El país que soñamos no se mide en PBI ni en rankings internacionales. Se mide en platos llenos, en pibes y pibas con proyectos de vida, en trabajadoras con derechos, en cuerpos con descanso y con futuro. Esa es la patria que vemos cuando miramos desde el margen: más justa, más humana, más viva.

Soy Florencia Lizaraso. Esa soy yo. Y desde ahí, desde el margen, desde el cuerpo, desde la fe y desde la política, sigo apostando a contrarrestar la tristeza organizada con esperanza activa. Fui parte de un proyecto colectivo. Pero cuando sentí que ya no representaba lo que habíamos proclamado construir, me fui. Mientras otros eligieron quedarse para erosionar desde adentro, yo me corrí y salí a dar la discusión de frente. Aunque la democracia política no haya llegado, aunque hoy sigan clausuradas las posibilidades reales de debatir hacia adentro.

Hoy el escenario es otro, más duro que con Macri. Porque hoy gobierna Milei. Hoy todo vale. Y la motosierra vino por todos. El pueblo, con hambre, no espera ni puede soportar una reelección. Por eso, como siempre, estamos acá: planteando la construcción necesaria. La que vuelva a poner en el centro al sujeto histórico del peronismo: el pueblo.

En estos últimos años, me corrí de lo público. A veces hay pérdidas que desenfocan. Y fue justamente la Iglesia en salida que propone el Papa Francisco la que me tendió la mano. Me devolvió la fe, no solo en los escenarios posibles, sino también en los imposibles.

La que se construye. La que se planta. La que no defrauda. Esperanza activa.

Y como es decisión del colectivo no abandonar las batallas, porque lo personal es político, acá estoy, en la esfera de lo público, para dar las discusiones. Porque todo territorio es territorio de acción política. Por eso nunca abandoné estos espacios.

Y hoy, frente a los QR de la política, frente a un Milei sostenido por el algoritmo, el mercado y el cinismo del centro, convocarnos a habitar y organizar la esperanza es un deber. Soñar desde la posibilidad como herramienta de transformación: eso sigue siendo la política.

Soy militante con fe en el pueblo, en la doctrina peronista, en los márgenes que no desconocen qué puede un cuerpo. Creo en los descartados, que saben que cuando la tristeza es estrategia, es porque nos quieren ver vencidos.

Y lo sabíamos. Y lo sabemos.

Seguimos. Estamos. Porque nada grande se puede hacer con la tristeza.

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2 comentarios

  1. Muy bien, «Se vence con inteligencia y organización». Reunir la esperanza de nuestro pueblo para organizar y organizar para conducir.

  2. Leerte siempre es emocionante, personalmente estoy desencantado con la política partidaria, aunque entendiendo lo necesaria que es. Pero mi fe se renueva cuando veo tu militancia y tu trayectoria, me vuelve por un rato, optimista. Mi desafío es poder volver a la militancia con convicción para volver a pensar en clave plural.

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