
COMUNIDAD
Destino: Arder
Por: Ludmila Chalón
Encender conciencias y generar dignidad se paga caro, ayer, hoy y siempre.
Los hombres vivían a oscuras. No conocían el fuego, ni el calor. No había pan caliente, ni refugio ante el invierno. No se forjaban metales, y las noches eran crudas, interminables, silenciosas.
El ser humano era una criatura débil, sometida al capricho de los dioses, condenado a la obediencia y al frío. Pero un titán, Prometeo, se conmovió ante el sufrimiento de los desamparados. Movilizado por la ternura de la rebeldía, deseó para los hombres algo que ningún dios estaba dispuesto a conceder: “Que piensen, que hagan, que ardan.”
Entonces, desafiando la voluntad de Zeus, robó el fuego sagrado del Olimpo y lo entregó a los hombres. Ese acto de amor y desobediencia marcó el inicio de la civilización.
Con el fuego, los hombres encendieron hogares, templos y ciudades. Forjaron herramientas, cocinaron el pan, cantaron y bailaron alrededor de las fogatas y contaron relatos. La humanidad alzó su historia sobre la chispa robada.
Pero mientras el mundo se cubría con la luz de la hereje lumbre, Prometeo pagaba caro su gesto: encadenado a una roca por toda la eternidad, un águila le desgarró el cuerpo una y otra vez. Una condena feroz, por un crimen irreparable: iluminar, calentar y amar a los siervos.
Hoy, tres mil años después de comenzar a escuchar ese relato, la historia se repite bajo formas escritas por Estados modernos. Quien enciende la luz del pueblo, quien entrega el fuego de la conciencia, la dignidad y la palabra, es perseguido sin descanso. Porque los que se creen dioses no toleran pueblos despiertos. Imperios enteros tiemblan ante un corazón encendido. Por eso las condenas no buscan justicia, sino escarmiento.
Prometeo fue el primero en pagar con su cuerpo el precio de encender la llama en el corazón de los hombres. Pero su atroz castigo no logró apagar lo que había comenzado. Al contrario: el fuego que entregó arde aún hoy, allí donde se alzan miradas con dignidad, donde se piensa antes de obedecer, donde se atreven a soñar con justicia. Esa llama, que no es sólo calor, sino también conciencia, será por siempre perseguida, pero por siempre inolvidable.
Un cadáver que resucita, un exilio que termina, una bala que no salió, una historia que no se detiene. Hay fuegos que no se apagan. Una vez que el corazón ha sido tocado, una vez que la historia entra por la piel y se instala en la sangre, ya no hay vuelta atrás. No hay prisión, no hay condena, no hay letra fría ni tribunal obediente que pueda silenciar ese llamado profundo que convierte la vida individual en causa colectiva, en amor militante.

Lo que estamos viviendo no es una reacción: es un despertar. Porque cuando el poder cree que dictando una sentencia clausura una etapa, en realidad está abriendo otra.
En el 55 fue la resistencia.
En el 76, la refundación democrática.
Y mañana será la revancha de la entrega: más luminosa, más consciente, más valiente. Con soluciones argentinas para problemas argentinos. Porque la ola que viene no viene del cielo: viene del mar profundo que se levanta cuando tiembla la tierra.
Los procesos históricos no se detienen ante la letra de la ley, y mucho menos cuando esa letra ha sido vaciada de justicia, torcida por el odio, y puesta al servicio del miedo. El peronismo no nació en los libros ni morirá en los juzgados. Es cuerpo místico. Es memoria insurrecta. Es una llama viva en quienes ya fueron tocados por su verdad, y jamás volverán a callarse.
En la liturgia fundacional de nuestro espacio el domingo celebramos Pentecostés. Recordando cómo, tras la ausencia de Jesús, los apóstoles se vieron envueltos por lenguas de fuego, y el Espíritu Santo descendió sobre ellos. Fue el pacto de amor entre Dios y los hombres. Y donde había miedo, surgió valentía. Donde había luto, nació camino.
Hoy también nosotros sabemos que la ausencia de un líder no hay silencio, sino expansión.
Su voz resuena en miles. Su causa arde en cada militante que comprendió que lo que está en juego no es una persona, sino el derecho del pueblo a soñar y construir su destino. No hay persecución que frene a un pueblo que ha vuelto a encontrarse.
Y si el poder, como Zeus, se ensaña tanto, es porque aunque el águila se coma nuestras entrañas, no ha logrado apagar la llama.

El peronismo, como Prometeo, no pidió permiso ni pedirá perdón. Desafió a los dioses para que el pueblo tuviera luz, y como Prometeo, una vez más, enfrenta una condena feroz, porque su crimen es eterno e imperdonable: haberles devuelto a los hombres la capacidad de arder.
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